viernes, 11 de enero de 2013

La partida

    Alguien dio la voz de alarma. Todas las manos actuaron a la orden. Los tapones deformados por los dedos volvieron a enroscarse sobre las botellas. Estas se apoyaron reunidas inocentemente en la bolsa blanca del chino sobre un árbol. Los perros aparecían de entre los setos, volvían al campamento. Alguno ya gruñía. Aún bajaban de los coches y todoterrenos cuando una de las manos de los Jugadores levanto levemente el tablero de ajedrez portátil de la hierba. Los demás echaron debajo las bolsitas de plástico y chivatos que contenían la hierba. Quedaba un hueco bajo el tablero plegable, que servía para guardar las fichas imantadas. Continúa la partida. Los pasos rondan cercanos, los perros gruñen. Dos de nosotros se levantan, les gritan, les agarran. Con la misma furia. Y les calman. Botas, muchas botas. “Buenas tardes, ¿qué estáis haciendo?” La pregunta es tan obvia que nadie contesta. Ni si quiera nos ven a todos. Solo ven a algunos. Un movimiento, la partida continúa. Las charlas también. Frases cortas. Un lenguaje ininteligible para ellos. Codificado en horas y horas al frío de la noche. Deja patente el desdén la naturalidad con que fluyen de boca a boca las aventuras corridas en Internet. No saben lo que buscan. Solo siguen ordenes. Ordenes de recaudar. Las manos se agarran al cinturón, quizá por el vértigo. O la rutina. Miradas que se cruzan confusas. Falta el cerebro, la Gran Cabeza. No está el Gordo-Calvo. El Gordo-Calvo, nombre de guerra, es aquel del que podemos oír las perlas: “¿Qué eres? ¿un mono? ¿me voy yo a tu casa a subirme por los muebles?”, cuando uno está tranquilamente subido a un árbol; “¿ahora te molesta , no?”, cuando le tira la mochila a otro a su propio orín mientras le pone una multa por mear en la calle; “¿que dices que tú no estás bebiendo? Pues me da igual, yo he venido a poner X multas y es lo que voy a hacer. Te la pongo por hacer ruido y punto”, un día cualquiera en el parque. El Puto Amo, vaya. Cuando habla, todos los demás callan. En el ajedrez cambian las estrategias según avanza la partida. Los enemigos se adaptan el uno al otro. Se aprehenden. Sen-no-sen. La partida avanza. Algunos de ellos se acercan. Preguntan. “¿Quien va ganando?” Siempre igual, no entienden. Los más, observan desconfiados los movimientos. No se acercan: el tablero posee como un aura que no se atreven a perturbar. Cuando, confusos, no han encontrado nada, más callados, sin las manos en el cinturón ya, como si no pesase tanto su ego, se van. Se van dejando una estela que arrastran, una sensación de no entender muy bien qué ha ocurrido. Una sensación que pronto desparece de nuestras cabezas, pero que les persigue. Quizá cuando fingen dormir junto a sus novias jóvenes y bonitas, o cuando esperan con la mirada perdida a que la cafetera italiana vomite la mezcla, en las monótonas sesiones de gimnasio que moldean sus cuerpos, flota en silencio en las conversaciones de cerveza tras la jornada. Uno de los Jugadores no consigue reaccionar. No ve movimiento posible. La partida está parada.

loro

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