sábado, 13 de octubre de 2012

Visiones del desierto

Me adormezco mirando tu piel.
Una piel infinita, de arena,
que callada se derrama hacia la nada;
ondulante
en un tapiz deshilado y volcánico,
tácito lienzo en que mis labios
desmiembran sus locuras,
se vierten en un plasma de silencio,
cerrado, denso, pleno de existencia.

Porque me entrego a ti sin reservas.
Me declaro fiel a tu paisaje
siendo yo infiel a todo:
al mundo, al ser humano y a la vida misma.
Me basta con vagar por tu desierto,
como un mesías, peregrino del deseo y de la Nada,
saciando mi sed con la arena
que inflama el triunfo del ocaso
-todo el que ha visto el ocaso del desierto
sabe que no hay nada comparable-,
hundiendo mi cuerpo entre las dunas del tuyo,
saboreando la luz que te desborda,
que se esparce intentando ahogarte, anegarte,
como si solo hubiera sido creada para ello.
Luego, con la vista, recorro hasta el infinito
cada rincón de la arenosa estepa de mi letargo
mordiendo dulcemente el umbral de la melancolía.
Melancolía de tus recuerdos,
alzados como hitos inermes
sobre tu mundo.
Silentes monumentos de tu historia.

Porque suplico por verme varado en el camino,
bogando a la deriva, tendido boca abajo
en tu océano calizo.
Sometido a la voluntad de tus vientos,
completamente abierto por la geografía que te da la vida,
delicada y ardiente como la luz que te abrasa.
Boga, marinero, hasta la línea
que raya el horizonte.
Cabecea en el mar brillante
siguiendo el faro de sus labios,
labios que se funden como olas,
olas que se sienten como lanzas.

Duerme… déjame soñar, beber de tu piel.
Piel de arena, piel de sueño,
piel de ondas, piel de playa,
piel vibrante y sumisa,
piel de trigo cortado,
pieles infalibles, con restos
de besos en surcos,
pieles encendidas, sin fronteras,
como puñales candentes de madrugada.
Y, entre medias,
solo ese algo que queda entre ambos.

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