lunes, 18 de junio de 2012

El escupitajo en la escudilla

     Estoy lejos de querer significar algo. Escribo porque sí, no puedo dejar de hacerlo. Escritura de nadie y de nada, adiós, quiero decir hasta mañana a la misma hora, frente a esta espantosa máquina de escribir, poesía, será el acoplamiento carcelario entre tú y yo: seres hasta de cuyo sexo se puede dudar, me incrusto en mi rincón a esperar el deseo.
      Los poetas somos mendigos, alguien lo dijo en el temor de parecerlo. Otro habló alguna vez de los dolores y del costo de la forma (ningún nombre importa, esas frases como pavos reales son, por lo general, de importación francesa).
      Peor que mendigos. Nos reducimos a la mendicidad, o será que sólo yo he tomado en serio este oficio. Bien pensado, veo a otros miembros de la cofradía -jamás una comunicación nunca un saludo de cumpleaños, ni la menor señal de vida en común, ni un escupitajo en mi escudilla- ocupar altos cargos o, en su defecto, abrirse de brazos y de piernas a escala nacional, continental o mundial. Mientras yo, a fuerza de desvivirme, quizás llegue, pero nadie me lo asegura, a sacar de pronto, en lugar de la lengua, la palabra lengua.


     Al infeliz se le siguen los pasos como bromeando, eso nunca se sabe. Él carece, por completo, de sentido del humor. Respondería con insultos a una mirada de falsa complicidad, con horrores a un juego. Su camino es el de la cuerda floja, pero siempre ha sido prudente: transita con pie de plomo entre uno y otro extremo de la noche. No zigzaguea, porque está borracho. Camina lento pero seguro de regreso a su masturbatorio.
      Preferiría que no lo putearan, lo eriza este exceso de familiaridad. Tendría que dar un golpe de autoridad para restablecer la distancia que nadie traspasa como no sea para jorobarlo. En caso contrario, huir.
      Nadie. Que le vengan a hablar de la incomunicabilidad a lo Antonioni, esas son bolitas de dulce, con gente espléndida, para romperla aquí y allá, y mujeres de película. Comme il faut. Que alguien se ponga en su pellejo: un escupitajo en su escudilla. Él es un fraile, él es un fraile. Dondequiera que vaya allá estarán el gran desierto, las Tentaciones. Nunca seres de carne y hueso a los cuales estrecharse en los momentos cruciales: eyaculación, ternura, muerte; nada más que fantasmas obscenos o los ausentes que le duelen o el mundo entero dejándolo pasar como si fuera un intocable.


     De toda la injusticia de la que soy capaz para salir al rescate de lo que queda de mí a tanta distancia del mundo, un resto entre otros. Objeto para los demás de uso efímero. Sujeto a todos los vértigos, a todas las náuseas, a todas las desgarraduras del sujeto. Sujeto a la antigua: educación religiosa, amor y odio a la familia, miedo a la vida, ideas fijas, obsesiones, alucinaciones. No es raro que haya elegido esta profesión, escribiente. Bajo el peso del mundo me desgrano, así parezco soportarlo mejor. Me escribo con minúscula, a reglón seguido, cada palabra es un obstáculo, etc. Casi todo lo que soy está por hacer. La vejez pudo sorprenderme en la cuna. Y no nací, como Lao Tsé, a los ochenta años.
      Digo: no basta con que no se me tienda un cierto número de manos. Yo lo habría de seado todo. ¿Nadie me lo agradecerá? ¡Sólo que -individuos de mi especie-! el derecho a la inutilidad ha cambiado de precio. Si pudiéramos darnos el lujo de extinguirnos. La Historia, en cambio, nos economiza. Para los gastos menudos. Al nivel de los restos.

     Piénsese también en la discriminación de los feos, de los débiles, de los impotentes. Sé que grandes problemas tienen al mundo ocupado como a una letrina. Lo harán estallar, la mierda llegará al cielo, y no me obstino. Esta no es más que una acotación en sordina, una mera idea que da su paseíto nocturno, despavorido, entre uno y otro basural. Hay cabezas como ésta. Deshabitadas y, en ellas, cierto tipo de pájaros, cucarachas, seres no tan despreciables como para no dar, por así decirlo, fe de la vida.
     Y de una miseria innominada. El poeta es su intérprete. Al menos si lo ha cogido la noche en su abandono esencial. Digo poeta porque la palabra me suena a cosa vieja y gastada, casi como un insulto. Con esta trompeta rota nada puede anunciarse, ningún juicio. Servirá, a lo sumo, para descargar los pecados de un testigo de Jehová: la obscenidad del alma. El poeta hablará de los animales que no figuran, por pudor de la belleza, en la leyenda de Orfeo. Y ellos, lejos de escucharlo, anidarán en él, serán parte de su obscenidad de su alma de su trompeta. Todo es intolerable.

     Te escribo, te escribo. No logro que ni una sola palabra se te parezca en lo más mínimo. Y para ponerte aquí, por tu nombre tendría que sacar fuerzas de todas mis flaquezas, prepararme para lo peor que una palabra puede hacernos. No puedo decir que no te halla abandonado. Tendría que gemir, en realidad, en ningún huerto de los olivos como no fuera el huerto de la casa de los olivos, los olivos es la calle del manicomio.
      A un año de distancia ¿qué he ganado con ello fuera de perfeccionarme en la culpabilidad? Ya tendrás una idea muy clara de lo que significa esta clase de talento cuando se cultiva a escala mundial: algún día bajaré los ojos en señal de abyección. Todas mis justificaciones no son más que otros tantos argumentos en mi contra. Ya me lo dijo un amigo de paso en una maldita esquina del boulevard Saint Michel. Le pareció que una lagartija me recorría el cuerpo. Era mi mala conciencia. Sumarle ahora el muro de los lamentos es algo rayano en la obscenidad. Es lo que hago.

Enrique Lihn

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