El movimiento del vapor de agua blanquecino indica que pronto este día va a ser
finiquitado por otra rotación terrestre más del infinito dinamismo que nunca se detuvo
en más de 4470 millones de años.
Como si este dato no fuera argumento más que suficiente para negar la idea incrustada
en algún recodo del viscoso cerebro humano de que la tierra seguirá rotando a pesar
de que nosotros paralicemos el tiempo psicológico y utópico, muchos individuos
expoliados por los segundos que no fueron, circulan en una autopista con una única
salida hacia los días no vividos.
En la frontera con el país del templo de los minutos olvidados, se encuentran algunos
devotos que se flagelan mirando hacia su divinidad, esperando que ésta les perdoné sus
pecados de gula subversiva.
Muchos otros de la especie inquisitorial que domina el mundo, corren para conseguir
una buena oferta en horas pérdidas entre superfluas y cotidianas preocupaciones que la
amnesia apocalíptica ha eliminado sin ningún reparo.
Más allá de la gran aglomeración de esculturas con riego sanguíneo, en el vasto terreno
que se sitúa justo al lado de la cuneta de una carretera regional introductoria a los
panteones de la gran urbe, algunos seres castigados con la imposibilidad de dejar atrás
lo no olvidado, esperan el último juicio sentados encima de los sepulcros de los años,
décadas y lustros ya disfrutados donde recuerdan que fueron amados.
Divisando el funesto panorama algo lejano, un corazón casi latente contempla los siglos
que construyeron la efímera pero transformable materia testigo de la actividad continua
de los antepasados silentes.
Surcando el cielo, las almas atormentadas que fueron un día corpóreas proporcionan
un silbido sólo percibido por los sistemas auditivos de los analfabetos temporales que
tranquilos y alegres celebran el fin de una jornada sublime.
Judit Pérez
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