En los rincones de tus hoyuelos se me cayó un amanecer
dormido.
En el vacío de tus pestañas se me olvidó el lamento perdido.
Entre tu ombligo y mi pubis me despojé del ángel caído.
Al tiempo que desnudaba tu cuerpo,
mi alma se vestía de colores que aún no se habían inventado.
Mis oídos, de palabras que provenían de lenguajes ya
extinguidos.
La percepción se
transformaba y tomaba una dimensión,
que el
conocimiento jamás llegaría a entender.
Y todo dentro de esa burbuja incandescente,
que podía prender en
cualquier momento,
era ilógicamente
lógico,
imperfectamente
perfecto
predeciblemente impredecible.
Y aun así nos amábamos como si no importase nada más en el mundo,
ni siquiera el
tiempo,
-fútil contador de arrugas que ahoga a quienes lo veneran-.
Pero nosotros no lo hacíamos.
No existían las horas,
los minutos,
ni los segundos.
Solo tu piel contra mi mejilla.
Tus ojos sobre mi
nuca.
Tus dedos recorriendo el sendero de mi cuerpo.
Los míos enredados en
suspiros cautivos,
que dejabas caer para
que el viento los recogiera
y formase su eterna
melodía.
Los días ya no se llamaban días.
Eran manjares prohibidos.
Las noches,
pedacitos de sueños cumplidos.
Podría haberse producido un terremoto y estoy segura que la
tierra, se hubiese abierto.
Y hubiese formado de
nuestras piernas raíces.
De nuestros brazos
ramas.
De la bocas,
hojas entrelazadas
que nunca hubiesen sucumbido al castigo del hombre.
Pues éramos puros,
etéreos,
imperceptibles para
aquellos incapaces de entender el lenguaje del mar.
Éramos mar, roca, pájaro, gusano y sangre.
Éramos todo lo que siempre habíamos querido ser y a la vez
no éramos nada.
Porque al buscar el
todo, nos encontramos en la nada.
Porque al encontrar la nada, supimos que la búsqueda sería
eterna.
Porque tú eras sin mí y yo era sin ti.
Porque juntos podíamos vernos reflejados en el espejo del
callejón del gato.
Aquel en el que Valle
Inclán, veía la deformación esperpéntica de la sociedad.
Y aun deformes, nos queríamos.
Nos queríamos con el placer de saber,
que teníamos el resto
de la vida para transformar las formas que éramos en el espejo.
Sin juicios, sin prisiones, sin olvidos, sin reproches.
Mano a mano, pie a pie, codo a codo, corazón a corazón.
Teresa Allface
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