cuando cayó en mis manos un libro de Kundera,
La insoportable levedad del ser.
Un título vibrante y asombroso
como un arcón repleto de tesoros.
Mientras,
tú me escuchabas
con esas dos ventanas abiertas en la cara
que siempre fueron ojos y camino.
[El tren se iba adentrando por la costa
buscando siempre el Sur]
¿Creerás, -yo proseguía-, que en aquellos momentos
yo soñaba con ser
Sabina la sensual,
Sabina eterna amante condenada
a abandonar todos los hombres que ama?
Tú asentías sonriendo con tus ojos de estrella
como si no existiese ningún resquicio en mí
que tú no imaginaras,
que tú no conocieras.
[El tren y los andenes intercambian viajeros
buscando siempre el Sur]
Más tarde me di cuenta, -continué yo diciendo-,
que un pequeño detalle, -¿debo decir defecto?-,
me arrastra sin remedio
muy lejos de Sabina.
Me guste o no, yo soy
un animal sensible
que nunca ha conseguido enfriar su corazón.
Tú arqueas la sonrisa en connivencia.
[El tren nos deposita en la estación minúscula
que está mirando al Sur]
Recuérdame, si un día
el destino me cruza con Kundera,
abonarle con creces
tanta declaración de amor a dúo.
Raquel Lanseros
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