Luis Rosales
miércoles, 6 de junio de 2012
El sueño perdurable
Y después vino la sombra, la ceguera, de una manera súbita, orgánica, natural. Ella seguía mirando del mismo modo, pero con un esfuerzo más táctil, moroso y adherente. Podía advertirse la lenta disyunción de la mirada ciega y la mirada viva; podía advertirse que el ojo izquierdo, el dañado, había perdido viveza y obedecía, retrasándose un poco, cualquier cambio de dirección de la mirada. Veía sólo la luz, pero muy cerca, casi contigua al ojo; veía sólo la luz, que se le hacía presente por el dolor que le causaba. No es la noche, es la sombra, repetía. Y fue su propia debilidad, su consunción vital quien la cegó. Se le fue desuniendo poco a poco la mirada en los ojos. Se le fueron haciendo diferentes, como cambia la transparencia y aun el color del agua cuando transcurre sobre lecho de yerba o sobre piedra dura. No eran iguales ya. Siempre esperábamos nosotros que el nuevo día le restaurase la visión. Tal vez los ojos lloran porque ven. Seguía cosiendo difícilmente, de una manera lenta, voluntariosa, oracional. El aire en torno a ella tenía calor de absolución. Recuerdo la dulzura, la alegría recogida, la gracia triste con que intentaba consolarnos: No os apuréis. Ya conozco a mis Santos y conozco a mis hijos: mi Antoñico, mi San Rafael, mi Santa Lucía. Y únicamente dejaba la labor al levantar la mano, de cuando en cuando, y apoyarla sobre la frente y la mejilla para evitar aquel contacto doloroso e inútil de la pupila ciega con la luz.
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